martes, 7 de mayo de 2013

El Sueño del Príncipe


Y en ese sueño desperté en una cama sencilla, pero bien construida, no tan cómoda como la del palacio, pero sabía que aquella cama la había construido yo y entonces me sentí mejor en ella que en la del palacio, extraña sensación esa, la de sentirse capaz y extraña comodidad la que proporciona; me sentí más seguro de mí mismo.

Recuerdo que levanté una mano para tocarme la cara somnolienta y me sorprendió ver que mi piel era morena y curiosamente expresé: “claro, has trabajado muchos días bajo el sol” y aquella piel morena me gustó. Luego me senté en la orilla de la cama y ¡vaya!, mi cuerpo ya no era delicado, era fuerte. Aquel no era como un cuerpo de gimnasio moldeado para ser lucido, era como uno formado por el constante hacer de muchas cosas, no era corpulento, era, ¿cómo lo diré?, como el cuerpo de un aventurero, fuerte pero ligero. Estaba maravillado; empuñe mis manos, las coloqué contra la cama y empujé, entonces noté como aquellos fuertes brazos elevaban ese cuerpo.

Bajé la vista hacia donde estaban mis manos y me detuve un momento a observarlas; habían dejado de ser débiles y eran más grandes. Una que otra cicatriz por aquí, otra por allá, marcas de actividades un poco fuertes. Las palmas y mis dedos habían engrosado, aunque tampoco parecían las manos de un hombre rudo, curiosa combinación.

Miré a mi alrededor, estaba en una pequeña habitación que por alguna razón sabía que era mía; noté que los objetos en ella eran sencillos. El lugar era acogedor y me gustó su sencillez, a tal extremo que sentí un gran desagrado de la fastuosidad de mi habitación del palacio. 

Una pequeña ventana con una cortina ondulante dejaba entrar un poco de luz del exterior, por lo visto estaba amaneciendo y sonreí al escuchar a lo lejos el mar. 

Tuve pronto curiosidad de ver el exterior, por lo que salí de la casa sin siquiera buscar zapatos y entonces sentí en los pies la textura de una tierra fresca mezclada con arena. A mi derecha estaba el mar y a mi izquierda una aldea donde abundaban las palmeras cargadas de cocos. Empecé a adentrarme en la aldea. Aquellas casas eran sencillas, techos de palma, paredes de barro sostenido por una estructura interior de palillos, pintadas de blanco, aunque eran de colores los marcos de las ventanas y las puertas, que para esa hora ya estaban abiertas. Las cercas alrededor de las casas, más parecían decorativas, pues eran bajas, a la altura de la cintura y hechas de varitas amarradas, lo que me hizo pensar que aquellos habitantes se sentían seguros.

-Buenos días Miguel, escuché con sorpresa decir a una voz femenina.
--(¿Miguel?), dije en mi mente, -(¿me llamo Miguel?), pero respondí rápido mientras sonreía: buenos días Claudia. No sé cómo sabía el nombre de aquella joven.

Momentos después iba yo saludando a la gente y diciéndoles sus nombres como lo haces con los amigos. Ahí nadie me decía “Príncipe” como solía suceder en mi vida real; en aquella aldea era yo Miguel y nada más que Miguel; la verdad, me sentí tan bien por ello, quizás porque hacía unos días que me había llevado un gran disgusto en mi vida real, cuando me di cuenta que el hecho de haber nacido hijo de un rey era un hecho de mera casualidad, pudo pasarle a cualquiera, por lo que mi condición de príncipe era un hecho sin mérito alguno. Y desde ese día me disgustó recibir tanta atención por ser príncipe. Pero en aquel sueño, en aquella aldea, era yo Miguel y la imagen que los demás tuvieran de mi, sólo dependía de las consecuencias de mis actos.

¡¿Dónde estoy por Dios?! exclamé feliz, mientras seguía avanzando descalzo y saludando a quienes encontraba a mi paso. No tenía ni idea donde estaba, pero en ese momento me di cuenta de algo, me sentía feliz, sí, ¡feliz! Ahí, mi alma estaba satisfecha, pero, justo en ese momento, desperté...

Sentí de nuevo en la espalda mi cama del palacio, di un salto y corrí a encender las luces esperando no estar de regreso, pero no fue así. Ahí estaba aquella habitación con sus lujos y comodidades que ahora me eran desagradables. 

-(¿Qué ha sido ese sueño?)

Bueno..., “un sueño”, dije y me reí, ¡qué pregunta tan tonta! Pero de algo estaba seguro, quería volver a ese sueño. Se me ocurrió apagar las luces, relajarme y dormirme esperando regresar al sueño, así que las apagué y me tiré en la cama que ahora me era incómoda. 

Cada escena del sueño me daba vueltas en la cabeza y no sé hasta qué hora estuve despierto, pero al final, el cansancio me venció. Desperté tarde al otro día sin haber soñado nada más...

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