El corrupto
Esa tarde su conciencia aterrada se revolcaba en la podredumbre, quizás sabiendo el final que venía. Se vio en el espejo y no encontró algo de valor. Sintió el desprecio de la gente; ese desprecio que una y otra vez decía que no le importaba, pero que ahora le hería cual daga en el pecho.
Se quitó el saco, aflojó la corbata y se sentó en el borde de la cama con la mirada perdida. La soledad de ojos vacíos le veía a corta distancia. Aquel hombre despreciable por fin podía verse tal cual era. Pronto sintió un hedor que manaba de su cuerpo; un hedor a muerte y desesperanza de las víctimas de sus acciones. Corrió en busca de sus mejores perfumes para tratar de quitar aquel hedor, pero sólo empeoró la cosa y la mezcla de olores terminó por hacerle vomitar.
Se repuso un poco y empezó a repasar su vida, recordó viejos amigos que había perdido, amigos de verdad, no como los que ahora tenía. ¡Parásitos! pensó, eso tengo, no amigos... Y su mano sostuvo su cabeza en duelo.
-Una opulenta casa alberga mi alma miserable; un carro de lujo transporta mi corazón frío y guardaespaldas me protegen del odio de mis enemigos; hace mucho que no vivo, pensó...
-¿Cuántos han muerto en la desesperanza por los saqueos al pueblo que me vio nacer?
-Mis propiedades..., ¡el botín de un cruel ladrón!, eso son...
Se levantó de la cama con la cara pálida y mientras bajaba apresurado al primer nivel de la casa, uno de sus pies resbaló del escalón y rodó por las gradas rompiéndose una pierna y el cuello. En el corto tiempo que siguió, nadie escuchó sus leves gemidos opacados por las risotadas de sus guardaespaldas que platicaban afuera; ahí murió aquel hombre.
La noticia corrió como fuego en el barrio y al llegar la noche de ese día, una niña cuyo padre había sido humillado por aquel hombre, dijo lo que nadie quería decir por temor de la censura:
“Gracias a Dios que ha muerto...”
No hay comentarios:
Publicar un comentario