martes, 16 de julio de 2013

El corrupto

Esa tarde su conciencia aterrada se revolcaba en la podredumbre, quizás sabiendo el final que venía. Se vio en el espejo y no encontró algo de valor. Sintió el desprecio de la gente; ese desprecio que una y otra vez decía que no le importaba, pero que ahora le hería cual daga en el pecho.

Se quitó el saco, aflojó la corbata y se sentó en el borde de la cama con la mirada perdida. La soledad, de ojos vacíos, le veía a corta distancia. Aquel hombre despreciable, por fin, podía verse cual tal era. Pronto sintió un hedor que manaba de su cuerpo; un hedor a muerte y desesperanza de las víctimas de sus acciones; corrió en busca de sus mejores perfumes para tratar de quitar aquel hedor, pero sólo empeoró la cosa y la mezcla de olores terminó por hacerle vomitar.

Se repuso un poco y empezó a repasar su vida, recordó viejos amigos que había perdido, amigos de verdad; no como los que ahora tenía. ¡Parásitos! pensó, eso tengo, no amigos... Y su mano sostuvo su cabeza en duelo.

-(Una opulenta casa alberga mi alma miserable; un carro de lujo transporta mi corazón frío y guardaespaldas me protegen del odio de mis enemigos; hace mucho que no vivo), pensó...
-(¿Cuántos han muerto en la desesperanza por los saqueos al pueblo que me vio nacer?)
-(Mis propiedades..., el botín de un cruel ladrón, eso son...)

Se levantó de la cama con la cara pálida y, mientras bajaba apresurado al primer nivel de la casa, uno de sus pies resbaló del escalón y rodó por las gradas rompiéndose una pierna y el cuello. En el corto tiempo que siguió, nadie escuchó sus leves gemidos opacados por las risotadas de sus guardaespaldas que platicaban afuera; ahí murió aquel hombre.

La noticia corrió como fuego en el barrio y al llegar la noche de ese día, una niña, cuyo padre había sido humillado por aquel hombre; dijo lo que nadie quería decir por temor de la censura:

“Gracias a Dios que ha muerto...”

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