Ese día me detuve frente al Templo I de Tikal, lo habré visto muchas veces pero nunca me canso de contemplar esa obra de arte. Ahí estaba, con sus más de 1,200 años de edad y aunque sus colores ya no podía verlos, gran parte de sus formas sí y he de decir que me pareció bello, para mí, la pirámide más bella del mundo. Amé esa armonía de sus formas, el ángulo de inclinación de sus paredes, lo intrincado de su diseño, ese maravilloso equilibrio de tamaño entre la pirámide de base, el templo y la crestería; es como si el edificio tuviera el tamaño justo, a tal grado, que hacerlo más grande o más pequeño hubiera arruinado su belleza y en ese momento imaginé que aquel edificio fue soñado por un artista para luego ser construido.
No sé por qué, quizás sea mala costumbre la mía, pero lo comparé con los modernos edificios de la capital y éstos me parecieron simples imitaciones de lo que la gente ve en Estados Unidos y Europa, al contrario el Templo I de Tikal es una muestra de independencia de criterio sobre cómo hacer las cosas, una muestra de ingenio, una lección de un pueblo antiguo.
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